jueves, 5 de mayo de 2016

Una de fonética

Con Rajoy, Don Mariano, hasta en la sopa y fumando puros a destajo mientras espera a que pase delante de su poltrona de la Moncloa el cadáver de su enemigo (esto es, el cadáver de la sociedad civil española), resulta difícil sustraerse a la tentación de rememorar batallas de intérprete que seguramente sería mejor que quedaran en el olvido para siempre. Pero la pluma es débil, así que ahí va la anécdota.

Él no me recordará, porque quién se acuerda de los profesionales de lance a los que rara vez nos toca interpretar a Los Poderosos, pero yo tuve una vez el dudoso honor de mediar lingüísticamente entre nuestro decimonónico Prócer y una delegación de ex comunistas de la extinta RDA reconvertidos en tiranuelos neoliberales. Interpretar a Don Mariano no es cosa fácil, porque, cuando excepcionalmente abandona el discurso tautológico que lo caracteriza, o bien matiza hasta que el sentido de lo que dice deja de ser reconocible (en el supuesto de que lo que dice tenga sentido), o bien se contradice abiertamente en una misma frase.

Todo esh falsho, shalvo alguna cosha.

Pero, bueno, ni tiene tanta importancia lo que dicen Quienes Nos Gobiernan, que saben perfectamente a lo que van y se entienden sin palabras, ni es ése el motivo que me impulsa a escribir esta crónica. De lo que yo quería hablar es de un fenómeno relativamente común entre la gente del mundillo que, en rigor, constituye una virtud pero no siempre es entendido como tal. Me refiero a la empatía.

No cualquier tipo de empatía, claro está, sino una variedad especial de la misma que se ha dado en llamar «empatía lingüística». Como la gente dúctil y maleable, casi camaleónica, que somos, los intérpretes tendemos a utilizar el mismo registro de nuestros interlocutores y a tomar decisiones léxicas parecidas a las de nuestros clientes, algo que cae hasta bien y puede considerarse una cualidad deseable. El problema viene cuando el intérprete, profesional empático de toda empatía, comienza a empatizar también en materia de acento o prosodia; y es sabido lo particular que es la pronunciación de nuestro simpático Preshidente en Funcionesh.

Las «eshes» son contagiosas y cuando, además, uno está trabajando con el alemán, una lengua repleta de fricativas postalveolares sordas, puede uno meter ocasionalmente la pata aun cuando no esté interpretando a Don Mariano. El caso es que debía yo de andar ya un rato abonado a las «eshes» porque, de improviso, Don Mariano decidió apartarse de la temática algo tediosa de la negociación e interpelar directamente al humilde mediador interlingüístico que suscribe. Lo que sigue es transcripción literal de la conversación que tuvimos:

—¿No eshtará ushted burlándoshe de mí, verdad, pollo?
—De ningún modo, Sheñor Preshidente: esh que tengo anceshtrosh gallegosh —otra respuesta no se me ocurrió, así, a bote pronto.
—Eshtoy por no creerle.
—¡Me hash pillao, Preshidente!: en realidad, shoy de origen ashturiano —exclamé con una familiaridad con Don Mariano que a mí mismo me sorprendió casi hasta el horror.
—Ya decía yo que tenía ushted un acento algo raro.

Nunca volvieron a llamarme para interpretar al Preshidente, pero es de justicia darles la razón a quienes afirman que Rajoy gana en las distancias cortas. Y lo de su proverbial retranca no admite discusión.

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